16 de febrer del 2008

pop-up

Cuando era chica, y aún hoy un poco, esperaba que la gente adivinara qué quería de regalo. Si me preguntaban, bajaba la cabeza y decía Nada. Pero me demoraba en una vidriera que tenía unos ositos rellenos como de plumas. Mis padres nunca fueron muy observadores así que... Más o menos en cuarto grado, recuerdo que revisaba debajo de todos los bancos antes de salir de la clase para ver si alguna se había olvidado su álbum de figuritas. Yo no iba a pedir que me lo compraran.

A la salida del colegio, cruzaba la calle a lo de mi amiga Bernardita a jugar a las Barbies, que no eran Barbies sino unas más antiguas pero similiares que ella había heredado de la hermana. Nos poníamos contra una biblioteca empotrada y, con toda la ropita y los muebles pequeños y antiguos que había, les hacíamos una vida. La familia de Bernardita era humilde y encantadora. Cruzábamos los pasillos helados cerrando las puertas para que se conservara el calor. Todas las habitaciones estaban comunicadas. Los viernes a la noche venía a dormir a casa y los sábados desayunábamos Melitas ensopadas en café con leche y jugábamos junto al órgano antiguo a que éramos vecinas. Nada me gustaba más que inventarme una casita en un rincón de la casa. Cuando vivimos en el noveno, ese lugar era el toilette. Me encerraba y jugaba horas a que ése era mi departamentito de soltera. Cuando salía le ponía llave y bajaba por la calle del pasillo a hacer las compras, a la cocina.

Nuestra juguetería era la Colón. Enorme. Todas las mañanas entrábamos por Talcahuano y salíamos por Santa Fe, de regreso del Instituto. Nos quedábamos colgados con las variedades de Playmobil; a mi hermano le gustaban también el mecano y los barcos piratas y los rompecabezas. Cada día de la primavera nos levantábamos temprano y cruzábamos a participar de su concurso. Nos daban una bolsita con papel, lápices de colores o crayones y no recuerdo qué más, y teníamos unas horas para volver a casa y hacer el dibujo. Él siempre ganaba en su categoría y yo en la mía, pero no recuerdo qué. En un cumpleaños me regalaron una mochila rosa y unos walkie talkies. Los probamos pero no andaban bien. Papá dijo que iba a cambiarlos, pero nunca volvieron, ni nada en su lugar. No le pude perdonar del todo que se reembolsara el mejor regalo que me hicieron ever. Seguí jugando al elástico frenéticamente. Éramos dos sillas y yo, a toda hora. Me volví experta en el nivel alto.

En las vacaciones de invierno de 6° grado, vi una película en que la protagonista rendía libre un año. Una tarde lo comenté y la maestra se enteró y me alentó, y a fin de año lo hice. Pasé a 1° en el mismo colegio y mis nuevas compañeras me vieron de excusa para ser pre-adolescentes. Se ve que yo tenía una sana inconsciencia, porque no me afectaba que no me quisieran prestar el lápiz borratinta ni que me dijeran "colada". La única que me daba bola era Cecilia, una chica que tampoco caía bien y que se sentó conmigo en el primer banco. A veces iba a estudiar a su casa, sobre Mansilla. Vivía con su madre que trabajaba de enfermera; escuchábamos A-HA. Pasé de ser abanderada a llevarme materias a marzo y a odiar a la de matemáticas. Me encerraba en mi cuarto a jugar a las muñecas. No hubiera dejado que nadie me viera hacerlo; ya iba a la secundaria.

Cuando se separaron, vivíamos en la peor de nuestras casas. Por esa época, había vuelto a dormir con mi hermano. Empezaba la época del cable y en verano nos quedábamos de madrugada viendo películas en HBO en el televisor más antiguo que tuvimos. Cuando luego de una pelea finalmente me pasé a mi cuarto estuve más de un año sin levantar la persiana. Del otro lado del aire luz vivían unos chicos que iban a mi colegio y a mi mamá le gustaban las cortinas de voile que dejaban ver todo, así que parecía la mejor solución. Somatizé toda la crisis pre-divorcio viendo televisión, encerrada. Jugate conmigo, Grande pá, La banda del Golden Rocket, Amigos son los amigos, Badía y compañía. Tiempo después me enteré de que mi adicción era poco menos un tema de estado. En el colegio me sacaban del aula y la profesora le pedía a mis compañeras que me ayudaran.

Yo no sé qué tenían mis padres en la cabeza, porque los miércoles a la noche nos íbamos solas unas cuantas a ver las grabaciones de Jugate conmigo a San Cristóbal. La madre de una conocía al productor y paseábamos por el canal durante horas. El teléfono público de enfrente, por Matheu, estaba habilitado y no necesitaba monedas. A veces llamábamos. Después de las doce, nos tomábamos un taxi cualquiera y volvíamos. En las gradas del estudio grande de Telefé me hice señorita (?).

Al año siguiente todo era distinto ya. Me volvía caminando todos los días con Bárbara, una española con la risa más contagiosa que escuché jamás. Supe que nuestra amistad ya no sería la misma de siempre cuando me dijo que ya no había que ver Beverly Hills 90210 los viernes, sino Los Simpsons. Yo no estaba preparada.

En tercero, una Semana Santa, volví de un pijama party y me dijeron que Cecilia había muerto en un accidente de auto. Tiempo después, vi a una chica que me llevaba unos años y que ya se había recibido en mi colegio. Repartía volantes en la calle. Una del grupo empezó a coger con el novio y hasta temió quedar embarazada. Como que sin darnos cuenta se nos fue escurriendo la infancia a unas cuantas.

De toda esa época sólo me queda Gu, mi querida Gu, que a veces se pasea por acá.

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