Siempre nos quedará Samoa
Cuando llegamos, Rolando ya llevaba varias copas encima. Juntamos mesas, nos presentó a Lea, Lea la que sabía de todo y había tenido mil vidas y 30 y pico de años, rubia ella. Eramos 6, rodeados de plantas colgantes y cuadros de Acho.
El error estuvo en el menú, porque un grillé de verduras y un par de huevos estrellados no hacen a un estómago que se precie. Primero fue el vino, y ahí probé la algarrobina, y ya era pasada la medianoche cuando Rolando dijo (y a veces costaba entenderle, Beto decía que incluso sobrio, pero esto se lo entendimos): Tienen que conocer al hombre que se olvidó de morir.
Dejamos Laeñe, dejamos un auto en su casa, y fuimos siguiéndonos: por la ruta casi vacía, no tan lejos, apenas a Chorrillos, justo pasando los bolichines pescaderos, el Pacífico a la derecha, una última curva antes del cerro, un estacionamiento y ahí estaba. A media luz, a no ser por la intermitencia de las focos del salón con música de Virus.
Samoa.
El hombre que se olvidó de morir nos recibió un miércoles a la 1, en la terraza al mar de su local, el smoking 3 talles más grande y algo sucio, la actitud hopkinesca. Una joven en la barra de adentro (tal vez la sobrina, especulamos) y nadie más, pero el salón a pleno de luces y parlantes.
Repasó la mesa y las sillas de plástico y nos acodamos para adivinar el agua en lo oscuro. Se oía. Era Mar del Plata en Chorrillos. Trajo la jarra de cerveza, agua, gaseosas, y entre parados y sentados, conociendo más historias de Lea, bajando el alcohol, riéndonos en voz alta, especulando con que el saloncito de al lado -también con las luces a pleno- debía ser el VIP, viendo cómo de la nada por las piedras de la orilla aparecía un snorkel con una linterna y una red y se metía en el mar, con las estrellas a pleno y con frío, medio bailando medio riendo, con la segunda jarra de cerveza, con unos cigarrillos de utilería, así, así paseamos por lo surreal.
El hombre que se olvidó de morir nos miraba desde una esquina, y desde ahí nos despidió, de actitud impecable, alcanzándonos una tarjeta, sea un miércoles o un sábado, sean las 9 o la madrugada, siempre listo.
Nos fuimos por las curvas y eso tal vez fue demasiado para el estómago de huevos estrellados y zapallitos y alcohol.
Pero ya no importaba.
Quizá no vuelva a ver a Lea o a Rolando. O no vuelva a Chorrillos. O dude de ese rato, uno más pero de repente raro hasta lo absurdo.
Con todo, cuando no haya nada, siempre nos quedará Samoa y ese fin de noche. Y nunca es mejor la segunda vez.
No deberíamos volver.
El error estuvo en el menú, porque un grillé de verduras y un par de huevos estrellados no hacen a un estómago que se precie. Primero fue el vino, y ahí probé la algarrobina, y ya era pasada la medianoche cuando Rolando dijo (y a veces costaba entenderle, Beto decía que incluso sobrio, pero esto se lo entendimos): Tienen que conocer al hombre que se olvidó de morir.
Dejamos Laeñe, dejamos un auto en su casa, y fuimos siguiéndonos: por la ruta casi vacía, no tan lejos, apenas a Chorrillos, justo pasando los bolichines pescaderos, el Pacífico a la derecha, una última curva antes del cerro, un estacionamiento y ahí estaba. A media luz, a no ser por la intermitencia de las focos del salón con música de Virus.
Samoa.
El hombre que se olvidó de morir nos recibió un miércoles a la 1, en la terraza al mar de su local, el smoking 3 talles más grande y algo sucio, la actitud hopkinesca. Una joven en la barra de adentro (tal vez la sobrina, especulamos) y nadie más, pero el salón a pleno de luces y parlantes.
Repasó la mesa y las sillas de plástico y nos acodamos para adivinar el agua en lo oscuro. Se oía. Era Mar del Plata en Chorrillos. Trajo la jarra de cerveza, agua, gaseosas, y entre parados y sentados, conociendo más historias de Lea, bajando el alcohol, riéndonos en voz alta, especulando con que el saloncito de al lado -también con las luces a pleno- debía ser el VIP, viendo cómo de la nada por las piedras de la orilla aparecía un snorkel con una linterna y una red y se metía en el mar, con las estrellas a pleno y con frío, medio bailando medio riendo, con la segunda jarra de cerveza, con unos cigarrillos de utilería, así, así paseamos por lo surreal.
El hombre que se olvidó de morir nos miraba desde una esquina, y desde ahí nos despidió, de actitud impecable, alcanzándonos una tarjeta, sea un miércoles o un sábado, sean las 9 o la madrugada, siempre listo.
Nos fuimos por las curvas y eso tal vez fue demasiado para el estómago de huevos estrellados y zapallitos y alcohol.
Pero ya no importaba.
Quizá no vuelva a ver a Lea o a Rolando. O no vuelva a Chorrillos. O dude de ese rato, uno más pero de repente raro hasta lo absurdo.
Con todo, cuando no haya nada, siempre nos quedará Samoa y ese fin de noche. Y nunca es mejor la segunda vez.
No deberíamos volver.
Etiquetes de comentaris: la buena vida
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