Enviados italianos
"...Creo que si uno se porta bien en esta vida, cuando muere se va para Italia..."
Como yo me he portado relativamente bien, la frase de Laura Restrepo me hace mirar con cariño la muerte. Cuando me gane la hipocondría, procuraré soñar con una eternidad amalfitana, o tal vez toscana.
Qué ganas de volver.
...Y primero fue Siena, tan anticipada por mi, y el placer de tirarme en su Piazza del Campo a probar los richiarelli y cantuccis en un dia de sol para compensar tanta subida y bajada. Y luego fue San Gimignano, donde los trenes no llegan: sus mentadas torres, ese impecable patio de ladrillos y macetas de flores rojas. Esa fue la primera ciudad amurallada... La segunda amurallada fue Lucca, y la primera desilusión. Me pareció llana, vi los primeros perros italianos, Puccini, y –eso sí- me gustó asomarme a su muralla, hecha balcón, para ver los techos de toda la ciudad. Y el mismo día fue Pisa, segunda desilusión, excepto por esa postal inclinada tan impresionante en vivo, y por su Duomo magnifico. Siempre Florencia estaba en la vuelta. Sus calles me hacían viajar, y sus museos aprender: me quedo con el maravilloso Museo della Opera del Duomo –magnifico Duomo- con la más linda de las Pietá. Pero ver, poder ver, tener la posibilidad de ver El Nacimiento de Venus de Botticelli... Y el David, claro. Luego vino Bologna, y yo me reencontré de alguna manera con Roma, y caminé sus caminos naranjas autoflagelándome al pensar que nunca podría abarcar Bologna en una tarde, ni en dos, que era demasiado Grande esa ciudad de universidades y libros, una ciudad viva. Las noches esperando trenes en las estaciones, trenes siempre retrasados, también son parte esencial del recuerdo. Y llega el sábado mágico y primaveral en que me tomé 4 trenes para atravesar los mármoles de Carrara y llegar a Cinque Terre, en la Liguria. Y las 4 horas de caminata sin más pasaje que roca, mar y horizonte. Y de vez en cuando, un pueblo colgado –tambien literalmente- del mapa y de la montaña, como una aparicion de color que simulaba un espejismo en el cansancio de tan interminables subidas con fondo de agua. Y por último, fue espiar la Umbria desde Asis y su San Francisco: hermosa iglesia desde su simpleza, y omnipotente en tan pequeña y lisa ciudad de piedra...
Como yo me he portado relativamente bien, la frase de Laura Restrepo me hace mirar con cariño la muerte. Cuando me gane la hipocondría, procuraré soñar con una eternidad amalfitana, o tal vez toscana.
Qué ganas de volver.
...Y primero fue Siena, tan anticipada por mi, y el placer de tirarme en su Piazza del Campo a probar los richiarelli y cantuccis en un dia de sol para compensar tanta subida y bajada. Y luego fue San Gimignano, donde los trenes no llegan: sus mentadas torres, ese impecable patio de ladrillos y macetas de flores rojas. Esa fue la primera ciudad amurallada... La segunda amurallada fue Lucca, y la primera desilusión. Me pareció llana, vi los primeros perros italianos, Puccini, y –eso sí- me gustó asomarme a su muralla, hecha balcón, para ver los techos de toda la ciudad. Y el mismo día fue Pisa, segunda desilusión, excepto por esa postal inclinada tan impresionante en vivo, y por su Duomo magnifico. Siempre Florencia estaba en la vuelta. Sus calles me hacían viajar, y sus museos aprender: me quedo con el maravilloso Museo della Opera del Duomo –magnifico Duomo- con la más linda de las Pietá. Pero ver, poder ver, tener la posibilidad de ver El Nacimiento de Venus de Botticelli... Y el David, claro. Luego vino Bologna, y yo me reencontré de alguna manera con Roma, y caminé sus caminos naranjas autoflagelándome al pensar que nunca podría abarcar Bologna en una tarde, ni en dos, que era demasiado Grande esa ciudad de universidades y libros, una ciudad viva. Las noches esperando trenes en las estaciones, trenes siempre retrasados, también son parte esencial del recuerdo. Y llega el sábado mágico y primaveral en que me tomé 4 trenes para atravesar los mármoles de Carrara y llegar a Cinque Terre, en la Liguria. Y las 4 horas de caminata sin más pasaje que roca, mar y horizonte. Y de vez en cuando, un pueblo colgado –tambien literalmente- del mapa y de la montaña, como una aparicion de color que simulaba un espejismo en el cansancio de tan interminables subidas con fondo de agua. Y por último, fue espiar la Umbria desde Asis y su San Francisco: hermosa iglesia desde su simpleza, y omnipotente en tan pequeña y lisa ciudad de piedra...
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