el miedo
En malos momentos ajenos, empatizo en cuerpo y alma durante los primeros días, y luego, la verdad sea dicha, no puedo dejar de pensar en mí. Por ejemplo, ahora.
Mi mamá llevó una vida de excesos: no de los que traen consecuencias a corto o mediano plazo, sino los que las traen luego de décadas. Siempre tendió al abandono y a la queja.
Su madre hizo lo mismo durante sus últimos 20 años (al menos), en los que fue incapaz de moverse sola; más por haberse ido abandonando a las sábanas que por otra cosa.
Y parece que la abuela de mi mamá también la piloteó de forma similar.
Cuando yo tenía 17 años -y justo antes de su recta final en el geriátrico de la fachada rosa de Parque Patricios-, mi abuela vivió una temporada con nosotras. Ya por esa época usaba pañales, que luego se empeñaba en romper para hacer grafittis con su contenido. Recuerdo haber sufrido dos reales ataques de ira con(tra) ella. Recuerdo su cara asustada, como diciéndome que no podía controlarlo. Me recuerdo a mí, asustada, viendo que su miedo no me conmovía.
Aún en una etapa mucho más temprana, hace ratos que veo cosas de mi abuela en mi madre.
Casi tanto rato como hace que veo cosas de mi madre en mí.
Y me da más miedo lo mío.
Ahora, con ella entubada, y mientras acciono mis tareas cada rigurosos 10 minutos, todavía pienso en mí. Y en si esta internación inesperada es el comienzo de una larga temporada de cuidados.
Porque sé que voy a estar, porque está en mí y porque tampoco hay banco de suplentes.
Pero me da miedo la imagen de las mujeres que han puesto en pause su vida para cuidar a otros. Todos conocemos alguna; yo varias.
Me siento muy mezquina.
Y ahora más: se la llevan a terapia intensiva.
Son más de las 2.
Mi mamá llevó una vida de excesos: no de los que traen consecuencias a corto o mediano plazo, sino los que las traen luego de décadas. Siempre tendió al abandono y a la queja.
Su madre hizo lo mismo durante sus últimos 20 años (al menos), en los que fue incapaz de moverse sola; más por haberse ido abandonando a las sábanas que por otra cosa.
Y parece que la abuela de mi mamá también la piloteó de forma similar.
Cuando yo tenía 17 años -y justo antes de su recta final en el geriátrico de la fachada rosa de Parque Patricios-, mi abuela vivió una temporada con nosotras. Ya por esa época usaba pañales, que luego se empeñaba en romper para hacer grafittis con su contenido. Recuerdo haber sufrido dos reales ataques de ira con(tra) ella. Recuerdo su cara asustada, como diciéndome que no podía controlarlo. Me recuerdo a mí, asustada, viendo que su miedo no me conmovía.
Aún en una etapa mucho más temprana, hace ratos que veo cosas de mi abuela en mi madre.
Casi tanto rato como hace que veo cosas de mi madre en mí.
Y me da más miedo lo mío.
Ahora, con ella entubada, y mientras acciono mis tareas cada rigurosos 10 minutos, todavía pienso en mí. Y en si esta internación inesperada es el comienzo de una larga temporada de cuidados.
Porque sé que voy a estar, porque está en mí y porque tampoco hay banco de suplentes.
Pero me da miedo la imagen de las mujeres que han puesto en pause su vida para cuidar a otros. Todos conocemos alguna; yo varias.
Me siento muy mezquina.
Y ahora más: se la llevan a terapia intensiva.
Son más de las 2.
<< Home